Al
principio no lo entendía. Balbuceaba de modo raro, con voz entrecortada y un
tono más alto de lo normal. Al momento me di cuenta: estaba llorando. Mi amigo
estaba llorando. Era la primera vez que lo escuchaba llorar por teléfono.
El Gran
Canaria había ganado, iba a disputar las semifinales de la Copa del Rey por
primera vez y mi amigo no podía controlar la emoción y la alegría.
A 2.000
kilómetros de distancia, tras presenciar la hazaña en directo, una decena de
seguidores se abrazaba, emocionados también. Estaban trabajando, les esperaba
una noche larga por delante, pero por un momento dieron rienda suelta al
jolgorio, a la ilusión y el alivio de dejar atrás la maldición de cuartos.
Algunos habían visto todas y cada una de las eliminatorias anteriores, habían
contado siete veces una historia triste, sazonada con un punto de rabia en
ocasiones, otras solo con decepción.
Unos metros
más arriba de ellos, unas 600 personas bailaban, festejaban, cantaban y
jaleaban a los héroes, a los protagonistas de la hazaña. También les esperaba
una noche larga, pero por otros motivos.
Abajo, en
el vestuario, 13 personas que habían dejado atrás el peso de la historia se
permitían un rato de júbilo. Saludaban a la felicidad y el orgullo del trabajo
bien hecho. Duró poco, porque tenían otra batalla cercana.
Y algo más
allá, otras tres personas empezaban a idear el desvelo de esa misma noche para
preparar lo que se avecinaba. Duró mucho, porque a la mañana siguiente tenía
que estar todo analizado y preparado.
Al día
siguiente no hubo escenas de emoción, no hubo lágrimas, sólo impotencia y
cánticos de orgullo. Mi amigo, los periodistas grancanarios en Vitoria, los
seguidores desplazados al Buesa Arena, los jugadores y los entrenadores dejaron
atrás la Copa del Rey con la cabeza bien alta y un pensamiento común: “El año
que viene…”
Este texto, que sirve como epílogo a la Copa del Rey 2013 desde el punto de vista de un aficionado del Granca, se publicará en la próxima revista 1Arriba, que se distribuye en el CID los días de partido.
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